
Relato – Hijos del Yule
El cementerio estaba repleto de gente que celebraba el Yule entre mesas desbordadas de comida y bebida. Kaysa observaba a su pueblo bailar, sentada en un tocón, luchando por mantenerse despierta. Las figuras se tornaban borrosas y se deshilachaban entre destellos de luz y sombras y, las voces y cantos de su alrededor, fueron apagándose mientras ella se sumergía en el abrazo del sueño.
El relincho la sobresaltó y un olor a podredumbre invadió su nariz, produciéndole arcadas. Se incorporó y retrocedió, aterrada. Frente a ella, una criatura esquelética de solo tres patas, parecida a un caballo, la observaba sin moverse. ¿Era aquello real o se encontraba en un sueño?
—No tengas miedo —dijo una voz a sus espaldas.
En la mesa cercana, una joven de gran hermosura toqueteaba los alimentos. La oscura melena se mecía al compás del viento y su rostro parecía estar hecho de luz de luna.
—¿Qué es…? —preguntó señalando al caballo esquelético que seguía observándola.
La muchacha se giró hacia ella.
Kaysa retrocedió, impresionada, y tropezó con el tocón donde había estado sentada segundos antes, cayendo al suelo. El rostro de aquella joven, que tan hermosa le había parecido, se encontraba en descomposición. Al menos la mitad. La melena negra y ondulada que había visto caer sobre sus hombros, en realidad, lo hacía solo sobre uno. La otra mitad de la cabeza no tenía pelo, ni piel, ni músculos. Solo el hueso. Un hueso sucio y agrietado que reflejaba la luz de las llamas de una hoguera cercana. La cuenca vacía del ojo parecía tirar de ella, arrastrarla hacia la oscuridad. Bajo la túnica asomaba un brazo, convertido en un puñado de huesos y jirones, de lo que, en un tiempo anterior, fueron músculos y piel. Este se alzó y le tendió la mano.
—Sabes quien soy y a que he venido —dijo la joven y sus pensamientos enseguida le pusieron un nombre.
—Hela…
La diosa caminó hacia ella como única respuesta.
—Es hora de que cumplas tu promesa y me acompañes. Tu tiempo entre los vivos toca a su fin.
Kaysa se levantó del suelo y observó la zona del cementerio donde el resto de la aldea seguía festejando el solsticio de invierno, ajenos a ella y sus acompañantes. Su hijo bailaba frente a una hoguera mientras saboreaba una pieza de fruta. El hijo que los cuervos habían vaticinado, el que cambiaría el destino de su pueblo, el que le había costado una vida.
—Confías demasiado en los cuervos —dijo Hela al apoyar sus huesudos dedos en el hombro de Kaysa, como si le hubiera leído el pensamiento—. Soñaste con ellos y, los sueños, sueños son.
Kaysa agachó la cabeza, resignada. Su vida por un hijo era un trato justo. Y poder acompañarle en sus primeros años de vida bien merecían la eternidad en el infierno.
—Estoy lista —contestó.
Y los tres se desvanecieron entre las sombras, dejando allí su cuerpo, el cual nunca volvió a despertar del sueño eterno.