
Relato – A última hora
Otra vez llega esta fecha y, como cada año, estás sin ideas para regalarle.
—¿Cómo es posible que me haya vuelto a pasar? —te preguntas, con los brazos en jarras, observando el centro comercial y el barullo de gente haciendo las compras de última hora.
Sacudes la cabeza, asombrado de la cantidad de personas que, en vez de estar en su casa preparando la cena de Nochebuena, estaban allí metidas, cargadas con bolsas y paquetes de todos los tamaños.
—Parece una película americana —murmuras y sacas el móvil del bolsillo.
Revisas los últimos mensajes y las últimas publicaciones en redes sociales en busca de alguna pista que te ayude a saber qué comprar. Lo gracioso es que, tras tanto tiempo a su lado, sigues sin saber lo que le gusta. En realidad nunca has acertado con él. Cuando parecía que algo le gustaba y tú se lo ofrecías de nuevo, lo rechazaba.
Un golpe en la espalda te empuja hacia delante y te hace tropezar. Por suerte logras sujetarte a la papelera cercana y no caer de boca contra el suelo.
—¡Perdón! ¡Lo siento muchísimo! ¿Está usted bien?
Una voz bastante preocupada suena detrás de ti y, al girarte, ves la cara sonrojada de un hombre asomar por encima de una montaña de paquetes envueltos en distintos papeles de colores, tan llamativos que dañan la vista.
—Tranquilo —contestas mientras te recompones y recoges el teléfono del suelo—. No pasa nada, no ha habido muertos.
El hombre paquete suelta una pequeña carcajada.
—Menos mal —contesta—, me preocupaba que se hubiera hecho daño. ¿El móvil está bien?
—Sí, sí, todo correcto. Tranquilo.
El hombre se despide con un gesto y se aleja entre la multitud mientras tú te quedas mirándolo con el ceño fruncido. Verlo tan cargado te ha dado una idea y puede que funcione. No va a ser el mejor regalo del mundo, pero algo te dice que lo va a disfrutar. Y eso es lo más importante para ti.
Recorres el centro comercial observando los escaparates, buscando lo que has pensado regalarle, pero no encuentras nada ni parecido. Todo lo que ves son objetos y trastos que sabes que él va a despreciar a las primeras de cambio. Sales del recinto y observas la calle, pensativo. Sabes que has visto un Corte Chino por allí, pero no logras ubicarlo en ese momento. No es el mejor comercio, ni lo que venden de la mejor calidad, pero sabes que allí si vas a encontrar lo que necesitas. Caminas por la acera con las manos en los bolsillos y la cabeza hundida entre los hombros intentando cobijarte del frío de la calle. Notas el teléfono vibrar un par de veces, pero no vas a mirarlo. No allí fuera y menos ahora que las manos parecen que han entrado en calor.
Doblas una esquina y te encuentras con unos contenedores a rebosar y, entre ellos, ves justo lo que andabas buscando. Sonríes al darte cuenta de que aquello solucionaría tus problemas, pero no piensas regalarle algo de la basura. Podría molestarle. Y cuando él se molesta, suele pagarla contigo. Lo sabes. La última vez tuviste que llevar la cara maquillada durante una semana entera. Eso sin contar las manos enguantadas o la manga larga que usas en todas tus camisas para esconder las marcas. En el fondo sabes que no se merece nada de lo que le lleves por la manera en que te trata, pero es su naturaleza. Has intentado cambiarlo, adaptarlo a una forma de ser que no es la suya y siempre has fracasado. Al final has acabado cediendo y siguiéndole el juego, a pesar de las heridas y la sangre.
Continúas recorriendo la acera, sin dejar de pensar en recoger el regalo de entre los contenedores, cuando encuentras el comercio que buscabas. Entras y buscas por los pasillos, sorteando los carros repletos de cosas aún embaladas, los taburetes con trabajadores etiquetando precios y al resto de clientes. No encuentras lo que buscas y, lo que hay parecido, sabes que no te va a servir. No le va a gustar a él y terminará dejándolo olvidado con el resto de regalos que le has hecho desde que está contigo. Vuelves a la entrada y le preguntas al dependiente que te mira extrañado. Le confirmas que ha escuchado bien y que eso es justo lo que quieres comprar. Este pregunta por megafonía en un idioma que imaginas es chino, pero no puedes confirmarlo. Te apartas a un lado y dejas al resto de clientes pagar mientras esperas que el cajero reciba respuesta de quien quiera que sea al que ha preguntado. Los altavoces vuelven a sonar y una voz estrepitosa llena el aire.
—No queda —dice el cajero asomando la cabeza por encima del mostrador.
Asientes como señal de agradecimiento y sales de la tienda, pero te detienes en la puerta. Ha empezado a oscurecer y el frío ha aumentado. Eso o que estabas a gusto en la tienda y salir fuera se te hace un mundo. Sacudes la cabeza y vuelves a entrar. Buscas el celofán y coges varios rollos de papel de regalo, cada uno más vistoso y hortera que el anterior. Cuando regresas a la caja, el dependiente te mira con gesto extrañado y te cobra sin decir nada. Antes de salir revisas el móvil y ves un mensaje de tu hijo. «No tardes, ya hemos metido el pavo en el horno». Sonríes y la boca se te hace agua. Sales de la tienda y aceleras el paso imaginándote lo calentitos que estarán ahora en casa. Llegas a los contenedores y te detienes. Miras a ambos lados como si lo que fueras a hacer fuese sospechoso y te agachas para recoger la caja de cartón. La revisas con detenimiento: no tiene roturas, ni manchas, ni huele raro. La abres y te sorprende ver otra caja dentro en las mismas condiciones. Dos cajas de cartón perfectas cuando solo necesitabas una. Las coges y regresas hasta el coche que sigue en el aparcamiento del centro comercial.
Dejas las cajas y la compra sobre el capó del coche y te frotas las manos para hacerlas entrar en calor. Comienzas a envolver ambas cajas por separado. Primero un papel, luego otro. Capa tras capa, combinando colores, hasta que los rollos se acaban. Guardas los dos regalos en el maletero y te subes al coche con una sonrisa de oreja a oreja.
—Esto le va a encantar —murmuras mientras arrancas el motor.
Llegas a casa sin más contratiempo y cuando abres la puerta te encuentras con tu mujer y tu hijo en el salón, mirándote.
—¿Más regalos? —te pregunta tu esposa con el ceño fruncido.
—No me juzgues —respondes—. No le había comprado nada a Mantecoso.
Como si lo hubieras invocado, el gato aparece por el hueco de la puerta de la cocina y maúlla de forma lastimera. Dejas las cajas junto al árbol y el animal se acerca hasta ti y se frota contra tu pierna. Le acaricias el lomo, pero suelta un bufido y te lanza un arañazo que vuelve a marcarte la mano.
—¡Gato del demonio! —gritas mientras tu mujer y tu hijo se ríen en el sofá a tu costa.